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Cortesía de la farmacia Center".
Eddie corrió. Corrió y corrió. En algún momento cayó desmayado cerca del
parque McCarron. Algunos chicos, al verlo, se apartaron de él porque parecía un
borracho o podía tener alguna enfermedad extraña y, por lo que ellos sabían,
hasta podía ser el asesino y hablaron de denunciarlo a la policía, pero al final no
hicieron nada.
3. Beverly Rogan hace una visita.
Beverly caminaba por la Main Street, distraída, desde Town House adonde
había ido a ponerse un par de vaqueros y una blusa fruncida de color amarillo
intenso. No iba pensando en el sitio al que se dirigía. En cambio, pensaba esto:
Tu pelo es fuego invernal
brasa de enero.
Allí ardo yo.
Lo había escondido en el último de sus cajones, bajo la ropa interior. Su madre
podría encontrarlo, pero eso no importaba. Lo que importaba era que su padre
nunca revisaba ese cajón. Si lo hubiera visto, la habría mirado con -aquellos ojos
brillantes, casi amistosos, paralizantes por completo, para preguntarle, casi
cordialmente: "¿Has estado haciendo algo que no debieras, Bev? ¿Estuviste
haciendo algo con un muchacho?" Dijera ella que sí o que no, habría un rápido par
de bofetadas, tan rápido y tan duro que, en un principio, ni siquiera dolerían; se
tardaba unos segundos hasta que el vacío se disipaba y el dolor llenaba su sitio. Y
entonces, la voz de su padre otra vez, casi cordial: "Me preocupas mucho,
Beverly. Me preocupas muchísimo. Tienes que madurar, ¿no te parece?."
Bien podía ser que su padre siguiera viviendo en Derry. Allí estaba la última vez
que ella tuvo noticias suyas, pero de eso habían pasado... ¿cuántos años? ¿Diez?
Por entonces ni siquiera estaba casada con Tom. Había recibido una postal con la
horrible estatua plástica de Paul Bunyan frente al Centro Municipal. Esa estatua
había sido erigida en la década de los cincuenta. Era uno, de los puntos
destacados de su niñez, pero la tarjeta de su padre no despertó en ella nostalgias
ni recuerdos; bien podría mostrar el Gateway Arch de Saint Louis o el Golden Gate
de San Francisco.
"Espero que te vaya bien y seas buena chica -decía la tarjeta-. Me gustaría que
me enviaras algo, si puedes, porque no tengo gran cosa. Te quiero, Bevvie. Papá."
La había querido de verdad y probablemente eso tenía mucho que ver con el
modo en que ella se había enamorado de Bill Denbrough, tan desesperadamente,
en aquel largo verano de 1958: de todos los chicos, Bill era el único que
proyectaba una autoridad como la que ella asociaba a su padre... pero era una
autoridad distinta, una autoridad que escuchaba. Ni los ojos ni los actos de Bill
reflejaban que él justificaba la existencia de la autoridad con "preocupaciones"
como las de su padre... como si las personas fuesen mascotas a mimar y
disciplinar a un tiempo.