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Y ella miró. El cuarto de sus padres era ahora el de la señora Kersh y la
diferencia era profunda. Parecía más luminoso y aireado. Una gran cómoda de
cedro, con las iniciales R. G. grabadas en la madera, lanzaba al aire su suave
aroma. La cama estaba cubierta por un amplio edredón estampado con mujeres
sacando agua, pastores llevando al ganado, hombres apilando heno. Un edredón
maravilloso.
La habitación de Bev se había convertido en salita de costura. Había allí una
máquina Singer, con su mesa de hierro forjado bajo un par de lámparas sencillas y
eficaces. En una pared colgaba un cuadro de Jesús; en otra, una foto de John F.
Kennedy. Bajo el retrato de Kennedy había una hermosa vitrina llena de libros en
vez de porcelana, sin haber perdido en el cambio.
Lo último que visitó fue el baño.
Lo habían redecorado en un color rosa, demasiado suave y agradable como
para parecer chillón. Todos los artefactos eran nuevos, pero ella se aproximó al
lavabo con la sensación de que la vieja pesadilla había vuelto a atraparla. Miraría
por ese ojo negro y sin párpados, se iniciaría el susurro, y entonces la sangre...
Se inclinó sobre el lavabo captando un reflejo de su cara pálida y sus ojos
oscurecidos en el espejo y miro hacia el interior del ojo esperando las voces, la
risa, los quejidos, la sangre.
No hubiera podido decir cuánto tiempo pasó así, inclinada sobre el lavabo,
esperando lo ocurrido veintisiete años atrás. Fue la voz de la señora Kersh la que
le hizo reaccionar:
--¡El té, señorita!
Dio un respingo, rota la semihipnosis, y salió del baño. Si en algún lugar de ese
desagüe había existido la magia negra, ya se había ido... o dormía.
--¡Oh, es muy amable de su parte!
La señora Kersh levantó la mirada con su sonrisa brillante.
--¡Oh, señorita, si supiera que pocas visitas recibo últimamente no diría eso.
Caramba, si más que esto le sirvo al hombre de Hidroeléctricas Bangor que viene
a verificar el contador! ¡Lo estoy engordando!
En la mesa redonda de la cocina había tazas y platitos delicados de porcelana
blanca con bordes azules. Había un plato de pastitas y pequeños trozos de tarta.
Además de los dulces, una tetera de peltre despedía un suave vapor de agradable
fragancia. Bev, divertida, pensó que sólo faltaba una cosa: los diminutos
sandwiches descortezados: queso crema y aceitunas, berros y ensalada de
huevo. Siéntese, señorita, y yo serviré.
--No soy señorita -corrigió Beverly, levantando la mano izquierda para mostrar el
anillo.
La señora Kersh sonrió.
--A todas las chicas jóvenes y bonitas les digo señorita -aclaró-. Es costumbre.
No se ofenda.
--No, en absoluto. -Pero Beverly, por algún motivo, experimentaba un deje de
intranquilidad. En la sonrisa de la anciana, algo le había parecido un poco...
¿desagradable? ¿Falso? ¿Alerta? Qué ridículo.
--Me encanta el modo en que ha arreglado la casa.
--¿Sí? -dijo la anciana sirviendo el té.