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préstamo a siete días". Un viejo, tocado con una ridícula gorra de chófer, la pipa
                fría apretada entre los dientes, seguía hojeando una carpeta de dibujos de Luis de
                Vargas.
                   Ben volvió a mirar a la joven, que lo observaba, intrigada.
                   --¿Le ocurre algo?
                   --No -dijo Ben, sonriente-. Me pareció oír algo. Creo que estoy más afectado por
                el viaje de lo que pensaba. ¿Qué me decía?
                   --En realidad era usted el que estaba hablando. Pero yo estaba a punto de
                agregar que, si usted tenía carnet cuando residía aquí, su nombre todavía estará
                en los archivos. Ahora tenemos todo en microfilm. Creo que las cosas han
                cambiado un poco desde que usted era niño.
                   --Sí. En Derry han cambiado muchas cosas... pero muchas otras parecen seguir
                igual.
                   --De cualquier modo, puedo buscarlo, y prepararle un carnet de renovación. Son
                gratuitos.
                   --Estupendo -dijo Ben.
                   Antes de que pudiera agradecer, la voz volvió a romper el silencio sacramental
                de la biblioteca, ahora vociferando con ominosa alegría:
                   --¡Sube arriba, Ben! ¡Sube, culo gordo! ¡Ven a ver tu vida, Ben Hanscom!
                   Ben carraspeó.
                   --Se lo agradezco -agregó.
                   --No hay de qué. -Ella lo miró inclinando la cabeza-. ¿Empieza a hacer calor
                fuera?
                   --Sí, un poco. ¿Por qué?
                   --Está...
                   --¡Fue Ben Hanscom! -aulló la voz. Venía desde arriba, desde las estanterías-.
                ¡Ben Hanscom mató a los niños! ¡Atrápenlo!
                   --...transpirando -concluyó ella.
                   --¿De veras? -fue la estúpida réplica de Ben.
                   --Se lo haré preparar de inmediato -prometió ella.
                   --Gracias.
                   La joven se encaminó hacia la vieja máquina de escribir que ocupaba la esquina
                de su escritorio.
                   Ben se alejó lentamente, con el corazón convertido en un tambor. Sudaba, sí;
                sentía las gotas que le caían por la frente, por las axilas, por el vello del pecho. Al
                levantar la vista vio al payaso Pennywise de pie, en lo alto de la escalera
                izquierda. Lo miraba. Tenía la cara blanca de pintura grasienta; sus labios
                sangraban lápiz labial en una sonrisa de asesino. Las cuencas de sus ojos eran
                agujeros vacíos. Sostenía un manojo de globos en una mano y un libro en la otra.
                   "No es un payaso -pensó Ben-. Es "Eso". Aquí estoy, en medio de la Biblioteca
                Pública de Derry, en una tarde de primavera de 1985. Soy un hombre adulto y me
                veo cara a cara con la peor pesadilla de mi niñez. Estoy frente a frente con él."
                   --Sube, Ben -llamó Pennywise-. No te haré daño. ¡Tengo un libro para darte! Un
                libro... y un globo. ¡Sube!
                   Ben abrió la boca para contestar: "Si crees que voy a subir estás loco", pero de
                pronto comprendió que, si lo hacía, todo el mundo lo miraría, todo el mundo
                pensaría: "¿Quién es ese loco?"
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