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Cuando miró en derredor, apresuradamente, por si alguien lo había oído hablar
consigo mismo, vio que había salido de Kansas y que estaba en la avenida
Costello. Durante la comida había dicho a los otros que sólo en Los Barrens se
había sentido feliz, siendo niño... pero eso no era del todo cierto. Existía otro lugar.
Por casualidad había llegado a ese otro lugar: la Biblioteca Pública de Derry. Se
detuvo frente a ella durante unos minutos con las manos todavía en los bolsillos.
No había cambiado; admiró su línea tanto como lo había hecho de niño. Como
tantos edificios de piedra que han sido bien diseñados, lograba confundir con sus
contradicciones al observador: su solidez de roca se equilibraba, de algún modo,
con la delicadeza de sus arcos y sus columnas esbeltas. Su aspecto era, a un
tiempo, achaparrado y seguro como un banco y limpiamente grácil (bueno, era
grácil, si, comparado con otros edificios de la ciudad, sobre todo los erigidos a
principios del siglo. Sus ventanas, entrecruzadas por finas barras de hierro, tenían
una redondeada gracia). Esas contradicciones la salvaban de la fealdad. A Ben no
le sorprendió del todo experimentar una oleada de amor por ese sitio.
En la avenida Costello no había grandes cambios. Mirando alrededor distinguió
el Centro Municipal de Derry. Se descubrió preguntándose si el mercado de la
avenida Costello estaría aún en el punto donde la avenida, que era circular, se
unía con Kansas Street.
Cruzó el prado de la biblioteca notando apenas que estaba mojándose las botas,
para echar un vistazo al pasaje vidriado que comunicaba la biblioteca de los
adultos con la infantil. Tampoco, había sufrido cambios; desde allí, casi bajo las
ramas de un sauce llorón, vio pasar a varias personas, en ambos sentidos. Lo
invadió el viejo deleite; entonces olvidó de verdad lo que había pasado al terminar
la comida. Recordaba haber ido a ese mismo lugar, cuando niño, en invierno.
avanzando con la nieve hasta la cadera, para quedarse allí durante unos quince
minutos. Iba cuando estaba oscureciendo, recordó, y también entonces eran los
contrastes los que lo llevaban a ese sitio y lo retenían allí, con los dedos
entumecidos y la nieve derritiéndose dentro de sus botas de goma, mientras el
mundo se ponía purpúreo con las tempranas sombras del invierno y el cielo
tomaba, al este, el color de la ceniza; al oeste, el de las brasas. Hacía frío, tal vez
doce o trece grados bajo cero, más aún si soplaba el viento de los helados
Barrens, como ocurría con frecuencia.
Pero allí, a menos de cuarenta metros de donde él estaba, la gente iba y venía
en mangas de camisa. Allí, a menos de cuarenta metros, había un camino-tubo de
Luz brillante, blanca, arrojada por tubos fluorescentes. Los niños pasaban juntos,
riendo; los novios de la secundaria iban de la mano (y la bibliotecaria los obligaba
a soltarse cada vez que los veía). Era algo mágico, con una magia que él, con su
corta edad, no había sabido atribuir a cosas tan mundanas como la energía
eléctrica y la calefacción a petróleo. La magia era aquel reluciente cilindro de luz y
vida que conectaba esos dos edificios oscuros como una cuerda de seguridad; la
magia era observar a la gente que pasaba por él, cruzando el oscuro terreno
nevado, a salvo de la oscuridad y el frío. Eso les daba un aspecto amable.
Tarde o temprano, él seguía caminando (como ahora) y rodeaba el edificio hasta
la puerta principal, pero siempre se detenía a mirar hacia atrás una vez (como,
ahora) antes de que el abultado hombro de piedra de la biblioteca para adultos le
ocultara ese delicado cordón umbilical.