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"Ahora no, maldición -pensó-. Ahora no, que mis amigos me necesitan. Como
                dijo Bev, me cago en eso."
                   Y también empezó a recoger piedras.



                   9.

                   Henry Bowers había crecido demasiado como para ser ágil o rápido en
                circunstancias ordinarias; pero esas circunstancias distaban mucho de lo ordinario.
                Estaba en un frenesí de dolor e ira que le prestaban un efímero genio físico, ajeno
                al pensamiento. Porque el pensamiento consciente había desaparecido; sentía la
                mente como un incendio de pastos al caer la tarde, totalmente roja y gris de humo.
                Partió tras Mike Hanlon como un toro tras el capote rojo.
                   Mike seguía un sendero rudimentario a lo largo del río del gran foso, senda que,
                a su debido tiempo, lo llevaría al vertedero. Pero Henry estaba demasiado
                enloquecido como para prestar atención a sutilezas tales como un sendero:
                avanzaba a saltos entre matorrales y espinos, en línea recta, sin sentir los cortes
                de las espinas ni las bofetadas de las ramas en la cara, el cuello y los brazos. Lo
                único que le interesaba era la cabeza rizada del negro que se iba acercando.
                Tenía uno de los M-80 en la mano derecha y una cerilla de madera en la
                izquierda. Cuando alcanzara al negro, la encendería, la acercaría a la mecha y
                metería el petardo en la bragueta de aquel negro.
                   Mike sabía que Henry iba ganando distancia y que los otros lo seguían de cerca.
                Trató de aumentar su velocidad, ya muy asustado; mantenía el pánico a raya sólo
                mediante un esfuerzo de voluntad. Al cruzar las vías se había torcido el tobillo; la
                lesión era más grave de lo que pareció en principio y ya estaba cojeando. El
                ruidoso avance de Henry le evocaba desagradables imágenes: era como ser
                perseguido por un perro asesino o un oso encolerizado.
                   El sendero se ensanchó. Mike cayó en un foso de grava. Rodó hasta el fondo,
                se puso de pie y ya había cruzado la mitad cuando se dio cuenta de que allí había
                otros chicos. Eran seis. Estaban dispuestos en línea recta y tenían expresiones
                extrañas. Sólo más tarde, cuando tuvo tiempo de ordenar sus pensamientos,
                comprendió lo que le resultó extraño: parecía que lo estaban esperando.
                   --Ayudadme -logró decir mientras cojeaba hacia ellos. Instintivamente, se dirigió
                al niño alto y pelirrojo-. Chicos... gamberros...
                   Fue entonces cuando Henry llegó al foso. Vio a los seis y se detuvo, patinando.
                Por un momento su rostro quedó marcado por la incertidumbre. Miró hacia atrás y
                vio a sus secuaces. Cuando se volvió hacia los Perdedores (Mike estaba de pie,
                junto a Bill Denbrough, jadeando) lo hizo con una amplia sonrisa.
                   --Te conozco, niñato -dijo, mirando a Bill. Dirigió la vista a Richie-. Y a ti también.
                ¿Dónde están tus cristales, cuatro-ojos? -Antes de que Richie pudiera contestar
                vio a Ben-. ¡Vaya! ¡El judío y el gordo también están aquí! ¿Ésa es tu novia,
                gordo?
                   Ben dio un saltito de miedo, como si le hubieran clavado un dedo.
                   En ese momento Peter Gordon se detuvo junto a Henry. Victor llegó y se le puso
                al otro lado; Belch y Moose Sadler llegaron los últimos y se colocaron junto a Peter
                y Victor. Los dos grupos quedaron frente a frente, en hileras casi formales.
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