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Henry habló, jadeando con fuerza; su voz sonaba casi como la de un toro
humano.
--Tengo que ajustar cuentas con muchos de vosotros, pero por hoy lo dejaremos
así. Quiero a ese negro. Así que vosotros os largáis, mierditas secas.
--¡Ya habéis oído! -dijo Belch, muy vivaz.
--¡Él mató a mi perro! -gritó Mike con voz aguda y rota-. ¡Él mismo lo dijo!
--Ven aquí ahora mismo -dijo Henryy tal vez conserves el pellejo.
Mike temblaba, pero no se movió.
Bill dictaminó, suave y claramente:
--Los Barrens nos pertenecen. Largaos d-de aq-aquí.
Henry abrió los ojos, como si hubiera recibido un inesperado bofetón.
-¿Y quién me va a obligar? -preguntó-. ¿Tú capullo?
--No-no-nosotros -tartamudeó Bill-. E-e-esta-mos hartos de a-a-aguantarte, B-b-
bowers. Ve-vete.
--Pedazo de gilipollas tartamudo -dijo Henry. Bajó la cabeza y se lanzo a la
carga.
Bill tenía un puñado, de rocas; todos ellos tenían un puñado, salvo Mike y
Beverly, que sólo había tomado una. Bill empezó a arrojarlas contra Henry, sin
prisa, pero con fuerza y bastante puntería. La primera falló; la segunda golpeó en
el hombro. Si la tercera hubiera fallado, Henry habría alcanzado a Bill. Pero no fue
así: golpeó a Henry en medio de su cabeza gacha.
El chico lanzó un grito de sorprendido dolor y levantó la mirada... para recibir
otros cuatro impactos: uno de Richie Tozier, en el pecho; otro de Eddie, que le dio
en el omóplato; un tercero de Stan Uris, en la pantorrilla; y el cuarto de Beverly, en
el estómago.
Los miró, incrédulo. A continuación, el aire se llenó de proyectiles sibilantes.
Henry se echó atrás con la misma expresión aturdida y llena de dolor.
--¡Eh, chicos! -gritó-. ¡Ayudadme!
--Al at-ataque --dijo Bill en voz baja.
Y se adelantó el primero, sin comprobar si su orden era obedecida.
Todos corrieron con él, atacando a pedradas, no sólo a Henry, sino a todos los
otros. Los gamberros manoteaban en el suelo, recogiendo municiones. pero no
tuvieron tiempo de hacerlo, porque las piedras llovían sobre ellos. Peter Gordon
lanzó un grito al recibir en el pómulo una piedra lanzada por Ben. Retrocedió unos
pasos y se detuvo. Arrojó una o dos piedras, vacilando... pero acabó por huir. Eso
ya era demasiado; en Broadway Oeste las cosas no se hacían así.
Henry tomó un puñado de proyectiles con un solo movimiento salvaje. Para
fortuna de los Perdedores, la mayor parte eran guijarros. Lanzó uno de los más
grandes contra Beverly y le provocó un corte en el brazo. Beverly gritó.
Ben, aullando, corrió hacia Henry Bowers, que se volvió a tiempo de verlo llegar,
pero no para apartarse. Se vio sorprendido fuera de equilibrio. Ben pesaba
sesenta y ocho kilos. El resultado fue implacable: Henry no cayó despatarrado,
sino que voló. Aterrizó de espaldas y siguió deslizándose. Ben corrió nuevamente
hacia él, apenas consciente de un dolor cálido en la oreja: Belch Huggins le había
acertado con una piedra del tamaño de una pelota de golf.
Henry comenzaba a incorporarse sobre las rodillas, mareado, cuando Ben lo
pateó con todas sus fuerzas; su pie, calzado con bambas, dio de lleno contra la