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Bill ya corría hacia él y Victor empezó a caminar en su dirección. En ese
                momento, como mediante una señal, telepática, empezaron a arrojarse piedras,
                siempre, acortando la distancia. En derredor, la lucha menguó, porque los otros
                empezaban a observarlos. Hasta Henry volvió la cabeza.
                   Victor esquivaba pero Bill no se tomaba la molestia. Las piedras del adversario
                le daban en el pecho, el hombro, el estómago. Una le rozó en la oreja. Como si
                nada lo conmoviera, él seguía arrojando sus proyectiles con fuerza asesina. La
                tercera golpeó a Victor en la rodilla; hubo un ruidito seco, de rotura, y el chico dejó
                escapar un gruñido. Se había quedado sin municiones. A Bill le quedaba una
                piedra, suave y blanca, con trocitos de cuarzo, del tamaño de un huevo de pato. A
                Criss le pareció muy dura.
                   Bill estaba a menos de metro y medio.
                   --T-t-te largas de a-aquí ahora m-mmismo -dijo-, si no q-q-quieres que ttt-e ab-
                abra la c-c-ca-beza. Y v-v-a en se-se-serio.
                   Victor lo miró a los ojos y comprendió que decía la verdad. Sin una palabra más,
                giró sobre sus talones y se alejó por donde Peter Gordon se había retirado.
                   Belch y Moose Sadler miraban alrededor, vacilantes. A Sadler le corría sangre
                por la comisura de la boca; por la cara de Belch corría un hilo rojo que bajaba
                desde el cuero cabelludo.
                   Henry movía la boca pero sin poder pronunciar palabra.
                   Bill se volvió hacia él.
                   --V-v-vete -dijo.
                   --¿Y si no me voy? -Henry trataba de sonar rudo, pero Bill detectó algo diferente
                en sus ojos. Estaba asustado y se iría. Eso habría debido dar a Bill una agradable
                sensación, hasta un aire triunfal, pero sólo le inspiró cansancio.
                   --S-s-si no t-t-te vas, se-seremos seis co-contra uno. Te p-p-podemos mandar al
                ho-o-ospital.
                   --Siete -dijo Mike Hanlon, sumándoseles. En cada mano llevaba una piedra
                grande como una pelota de tenis-. Ponme a prueba, Bowers. Me encantaría.
                   --¡Maldito negro! -A Henry se le quebró la voz. Estaba al borde del llanto. Eso
                quitó a Belch y a Moose las pocas ganas de pelear que tenían. Ambos
                retrocedieron, dejando caer las piedras de las manos laxas. Belch miró en torno,
                como si se preguntase dónde había ido a parar.
                   --Sal de nuestra zona -dijo Beverly.
                   --Cállate, zorra -dijo Henry-, put...
                   Cuatro piedras le golpearon en cuatro lugares diferentes. Henry dio un alarido y
                retrocedió a tropezones haciendo flamear los jirones de su camisa. Su vista pasó
                de las caras ceñudas, ancianamente jóvenes de los chiquillos, a las frenéticas de
                Belch y Moose. Allí no encontraría ayuda, no encontraría nada en absoluto. Moose
                apartó la cara, azorado.
                   Henry se levantó, sollozando y sorbiendo por su nariz rota.
                   --Os voy a matar -dijo.
                   De pronto corrió al sendero y un momento después había desaparecido.
                   --Iros -dijo Bill a Belch-. Largaos de aq-q-quí. Y no v-v-volváis. Los Barrens son
                nuestros.
                   --Te vas a arrepentir de haber hecho esto a Henry, niñato -dijo Belch-. Vamos,
                Moose.
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