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Ben y Mike aullaron de risa. Sus carcajadas resonaron en la garganta verde y
                selvática que recibía el nombre de Barrens, haciendo que los pájaros alzasen
                vuelo y que las ardillas quedasen momentáneamente petrificadas en las ramas.
                Era un sonido joven, penetrante, vivo, vital, espontáneo y libre. Casi todos los
                seres vivos, al alcance de ese sonido, reaccionaron de algún modo, pero lo que
                había salido de un ancho desagüe de cemento hacia el Kenduskeag no era algo
                vivo. La tarde anterior había estallado una súbita y violenta tormenta eléctrica sin
                que la futura sede del club se viese muy afectada, pues, una vez iniciadas las
                excavaciones, Ben cubría el agujero con un trozo de tela alquitranada que Eddie
                escamoteó de la tienda de Wally; olía a pintura, pero servía. Por dos o tres horas,
                los desagües de Derry se habían llenado de torrentosas aguas. Y ese torrente
                había empujado ese desagradable equipaje a la luz del sol para que lo hallasen
                las moscas.
                   Era el cadáver de un niño de nueve años, llamado Jimmy Cullum. Exceptuando
                la nariz, le faltaba la cara, convertida en una masa sin facciones. La carne tenía
                pozos profundos y negros que tal vez sólo Stan Uris habría reconocido como lo
                que eran: picotazos. Picotazos dejados por un pico muy grande.
                   El agua rebullía sobre los lodosos pantalones chinos de Jimmy Cullum; sus
                manos blancas flotaban como peces muertos y también tenían picotazos, aunque
                no tantos. Su camisa de algodón se inflaba y volvía a caer, una y otra vez, como
                un fuelle.
                   Bill y Eddie, cargados de tablas escamoteadas en el vertedero, cruzaron el
                Kenduskeag por las piedras, a menos de cuarenta metros del cadáver. Oyeron las
                risas de Richie, Ben y Mike y, sonriendo pasaron apresuradamente junto al
                inadvertido despojo de Jimmy Cullum, para averiguar qué los divertía tanto.




                   6.

                   Aún estaban riendo cuando Bill y Eddie aparecieron en el claro, sudorosos bajo
                la carga de madera. Hasta Eddie, habitualmente pálido como un queso, tenía algo
                de color en la cara. Dejaron caer las tablas nuevas en el montón, mientras Ben
                salía del agujero para inspeccionarlas.
                   --¡Buen trabajo! -dijo-. ¡Estupendo!
                   Bill cayó al suelo.
                   --¿P-p-puedo suf-sufrir ahora mi i-i-infarto o es-espero un p-p-poco más?
                   --Espera un poco más -dijo Ben.
                   Había llevado a Los Barrens algunas herramientas propias y estaba revisando
                las tablas recién traídas para arrancar clavos y retirar tornillos. Descartó una
                porque estaba astillada. Al golpear otra con los nudillos, descubrió un sonido
                hueco en tres higares y la descartó. Eddie se sentó en un montón de tierra para
                observarlo. Mientras se daba un disparo de inhalador, Ben arrancó un clavo
                herrumbrado con el extremo de su martillo. El clavo chilló como un desagradable
                animal al que hubiesen dado un pisotón.
                   --Si te cortas con un clavo herrumbrado te puede dar tétanos -informó Eddie a
                Ben.
                   --¿Si? -dijo Richie-. ¿Y qué son los tétanos? Parece enfermedad de mujeres.
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