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--No seas idiota -explicó Eddie-. No tiene nada que ver con las tetas. Son unos
                microbios especiales que crecen en la herrumbre, ¿sabes? Si te cortas, se te
                meten dentro del cuerpo y... te comen los nervios -continuó Eddie, con un rubor
                aún más oscuro, dando otro gatillazo a su inhalador.
                   --Caramba -exclamó Richie, impresionado-. ¿Y es grave?
                   --Primero la mandíbula se te pone tan rígida que no puedes abrir la boca, ni
                siquiera para comer. Tienen que abrirte un agujero en la mejilla y te dan líquidos
                por un tubo.
                   --Oh, vaya -dijo Mike, irguiéndose en el agujero, con los ojos muy abiertos,
                mostrando las córneas muy blancas en la cara oscura-. ¿Seguro?
                   --Me lo dijo mi madre -repuso Eddie-. Después se te cierra la garganta, no
                puedes comer más y te mueres de hambre.
                   Imaginaron ese horror en silencio.
                   --No hay cura -agregó Eddie.
                   Más silencio.
                   --Por eso -concluyó Eddie, enérgico-, siempre tengo mucho cuidado con los
                clavos herrumbrados. Una vez tuvieron que darme una inyección contra el tétanos
                y me dolió mucho.
                   --Entonces -preguntó Richie-, ¿para qué vas al vertedero a traer toda esta
                porquería?
                   Eddie echó una breve mirada a Bill, que estaba contemplando la casita, y en esa
                mirada había todo el amor y la veneración necesarias para responder a semejante
                pregunta. Pero además dijo, suavemente:
                   --Algunas cosas hay que hacerlas aunque sean peligrosas. Es la primera cosa
                importante que descubrir sin que me la diese mi madre.
                   Siguió otro silencio, pero no incómodo. Por fin, Ben volvió a sacar clavos
                oxidados. Al cabo de un rato, Mike Hanlon se acercó a ayudarle.
                   La radio de Richie, privada de su voz (al menos hasta que el dueño cobrara su
                asignación o encontrase un césped que cortar), se balanceaba en la rama baja, a
                impulsos de una leve brisa. Bill tuvo tiempo de reflexionar en lo extraño que era
                todo eso extraño, y perfecto: que los siete estuviesen en Derry ese verano.
                Algunos de los chicos que él conocía estaban de viaje, visitando a parientes, de
                vacaciones en Disneylandia o en Cape Cod, en el caso de un compañero, en un
                lugar increíblemente distante, a juzgar por el nombre: Gstaad. Había chicos en los
                campamentos de la iglesia, en los de los "boy-scouts", en campamentos de ricos
                donde se aprendía a nadar y a jugar a golf, donde se aprendía a decir: "¡Eh, muy
                bueno!" y no "Vete al diablo", cuando el adversario, jugando a tenis, hacía un
                saque perfecto. Eran chicos cuyos padres se los habían llevado "lejos",
                simplemente. Bill lo comprendía bien. Sabía que algunos chicos querían irse
                "lejos", asustados por el coco que acechaba en Derry, ese verano, pero lo más
                probable era que fuesen los padres los más asustados por ese coco. Muchos de
                los que pensaban tomarse las vacaciones en casa, decidían súbitamente irse
                "lejos".
                   ("¿Gstaad? ¿Eso quedaba en Suecia, en Argentina, en España?")
                   En cambio. Era un poco como durante la epidemia de polio de 1956, en que
                cuatro chicos, tras haber nadado en el estanque del monumento O.Brian, se
                habían contagiado la enfermedad. Los adultos (palabra que Bill asociaba
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