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él contemplaba, fascinado, pensó: "Ahí está. Lo estoy viendo. De verdad. Ésa es
la cara del enemigo."
La xilografía mostraba a un tipo extraño, haciendo malabarismos con bolos, en
medio de una calle enlodada. Había unas cuantas casas a cada lado de la calle y
algunas cabañas; Bill supuso que eran tiendas o puestos de intercambio. Aquello
no se parecía en nada a Derry, exceptuando el canal, que sí estaba allí,
pulcramente adoquinado por ambos lados. En el fondo, arriba, un par de mulas
tiraba de una barcaza.
Alrededor del malabarista había cinco o seis chicos. Uno de ellos lucía un
sombrero de paja. Otro tenía un aro y el palito para hacerlo rodar, pero no era
como los que podían comprar en una tienda de juguetes, sino que estaba hecho
con la rama de un árbol; Bill reparó en los nudos que indicaban los sitios donde se
habían arrancado ramitas menores. "Esto no fue hecho en Taiwán ni en Corea",
pensó, fascinado con ese niño que habría podido ser él, si hubiese nacido cuatro o
cinco generaciones antes.
El malabarista esbozaba una enorme sonrisa. No llevaba maquillaje (aunque Bill
tuvo la impresión de que toda su cara era maquillaje) y era calvo, excepto dos
mechones que le brotaban como cuernos sobre las orejas. Bill reconoció al
payaso. "Hace doscientos años, por los menos", en un arrebato de terror, enojo y
entusiasmo. Veintisiete años después, sentado en la biblioteca pública de Derry,
recordaría aquel primer vistazo al álbum de Will Hanlon y la sensación de
entonces: la del cazador que encuentra el rastro fresco de un viejo tigre asesino.
"Doscientos años... demasiado tiempo, y sólo Dios sabe por cuánto más..." Eso le
llevó a preguntarse cuánto tiempo llevaba en Derry el espíritu de Pennywise...
pero prefirió no insistir con ese pensamiento.
--¡Dame, Bill! -estaba diciendo Richie.
Pero Bill retuvo el álbum por un momento más mirando fijamente los bolos,
seguro de que empezarían a moverse, a subir y bajar. Los chicos aplaudirían,
riendo (aunque tal vez no todos; algunos lanzarían un grito y echarían a correr);
las mulas arrastrarían la barcaza más allá de la xilografía.
No ocurrió nada. Pasó el álbum a Richie.
Cuando volvió a sus manos, Mike pasó algunas páginas más, buscando.
--Aquí está -dijo-. Ésta es de 1856, cuatro años antes de que Lincoln fuese
elegido presidente.
El álbum volvió a pasar de mano en mano. Era una ilustración a color, una
especie de caricatura; mostraba a un grupo de beodos, de pie delante de un bar,
mientras un político, gordo, de grandes patillas, declamaba desde una tabla
apoyada en dos toneles con una espumosa jarra de cerveza en la mano. La tabla
que lo sostenía se arqueaba bajo su peso. A cierta distancia, un grupo de mujeres
con sombreritos miraba con disgusto ese espectáculo donde se mezclaban lo
payasesco y lo, intemperante. Bajo la ilustración, una leyenda decía: ""En Derry la
política da sed", dice el senador Garner".
--Dice papá que este tipo de ilustraciones eran muy comunes unos veinte años
antes de la guerra civil -comentó Mike-. La gente se las enviaba como si fuesen
postales. Supongo que eran como algunos chistes de "Mad".
--Sá-sá-sátira -dijo Bill.
--Eso -repuso Mike-. Pero ahora mirad esta esquina.