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--Sí -dijo-. Sí, está bien. Sí. ¿Era eso lo que querías? Sí.
Bill pensó: "Todavía estamos juntos. Eso no nos detuvo. Todavía podemos
matarlo. Podemos matarlo... si somos valientes."
Miró a su alrededor y vio, en cada par de ojos, cierta medida de la misma
historia. No era tan grave como la de Stan, pero allí estaba.
--S-S-Sí -dijo y sonrió al niño judío. Al cabo de un instante, Stan le devolvió la
sonrisa. Su cara se liberó, en parte, de esa horrible expresión de espanto-. Eso e-
e-era lo que yo quequería, id-id-diota.
--Bip-bip, Dumbo -dijo Stan.
Y todos rieron. Con una risa chillona, histérica.
--Va-va-vamos -dijo Bill, porque alguien tenía que decir algo-. Te-terminemos la
c-c-casita. ¿Q-q-qué os paparece?
Leyó la gratitud en los ojos de todos y se alegró por ellos... pero esa gratitud no
aliviaba en nada su propio espanto. En realidad, había en ella algo que le daba
deseos de odiarlos. ¿Acaso jamás podría expresar su propio terror porque no
cedieran los frágiles vínculos que los convertían en una sola cosa? Y ni siquiera
era justo pensar eso, ¿verdad? Porque él estaba utilizándolos, por lo menos hasta
cierto punto. Utilizaba a sus amigos, arriesgaba la vida de todos para ajustar las
cuentas por la muerte de su hermano. ¿Sólo había eso, en el fondo? Había más.
Porque George estaba muerto. Y Bill sospechaba que, si era posible cobrar
venganza, sólo era posible hacerlo por cuenta de los vivos. Entonces, ¿qué papel
estaba jugando él? ¿El de una mierdita seca, armada de una espada de lata que
trataba de parecerse al rey Arturo?
"Jo, macho -gruñó, para sus adentros-. Si en esta clase de cosas deben pensar
los adultos, prefiero no crecer."
Su resolución se mantenía firme, pero, era una resolución amarga.
Muy amarga.
XV. El pozo de humo.
1.
Richie Tozier se ajusta las gafas al puente de la nariz (el gesto ya le resulta
familiar, aunque lleva veinte años usando lentillas) y piensa, algo sorprendido, que
la atmósfera de la habitación ha cambiado mientras Mike, recordaba el incidente
con el pájaro, en la fundición, el álbum de su padre y la foto que se había movido.
Richie había sentido que allí crecía una energía poderosa, exultante. Había
tomado cocaína nueve o diez veces en los dos últimos años (casi siempre en las
fiestas, porque uno no quiere tener cocaína en su casa cuando se es un gran disc-
jockey) y la sensación se parecía un poco a eso, aunque no exactamente. Ésta
era más pura, más honda. Creía reconocer la sensación de su niñez, cuando la
sentía a diario y acababa por considerarla algo natural. Suponía que, si de niño
había pensado alguna vez en esa profunda fuente de energía (aunque no
recordaba haberlo hecho), debía haberla considerado, simplemente, un hecho de
la vida, algo que siempre estaría allí, como el color de sus ojos o sus horribles
dedos de los pies, en forma de martillo.