Page 59 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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gente vulgar, con sus rostros ordinarios y sus gestos brutales, se vuelve
completamente distinta cuando está ella en escena. Se sientan en silencio y la
observan. Lloran y ríen según lo que ella se proponga. Los vuelve tan
sensibles como un violín. Los espiritualiza, y sientes que están hechos de la
misma carne y sangre que tú mismo.
—¡Oh, espero que no! —murmuró lord Henry, que estaba examinando a
los ocupantes del gallinero con sus gemelos de ópera.
—No le hagas ningún caso, Dorian —dijo Hallward—. Entiendo lo que
quieres decir, y yo creo en esa muchacha. Todo aquel que tú ames debe de ser
maravilloso, y cualquier muchacha que ejerza el efecto que describes ha de
ser hermosa y noble. Espiritualizar nuestra propia época: he ahí algo que
merece la pena hacer. Si esa muchacha es capaz de dar un alma a quienes han
vivido sin una, si es capaz de crear el sentido de la belleza en personas cuyas
vidas han sido sórdidas y horribles, si puede desnudarlos de su egoísmo y
prestarles lágrimas de tristezas que no son suyas, es digna de toda tu
adoración, digna de la adoración del mundo. Ese matrimonio es adecuado. No
lo creí al principio, pero lo reconozco ahora. Dios hizo a Sybil Vane para ti.
Sin ella habrías estado incompleto.
—Gracias, Basil —respondió Dorian Gray apretando su mano—. Sabía
que tú me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Aquí está la
orquesta. Es espantosa, pero sólo se oye durante unos cinco minutos. Luego
se levanta el telón, y entonces verás a la muchacha a la que voy a entregar mi
vida, a la que he entregado todo lo bueno que hay en mí.
Pasado un cuarto de hora, en medio de un extraordinario aplauso, Sybil
Vane salió a escena. Sí, era en efecto encantador mirarla, una de las criaturas
más encantadoras (pensó lord Henry) que hubiera visto. Había algo de ciervo
en su elegancia tímida y sus ojos temerosos. Un tenue rubor, como la sombra
de una rosa en un espejo de plata, apareció en sus mejillas cuando miró al
teatro repleto de público entusiasmado. Retrocedió unos pasos, y sus labios
parecieron temblar. Basil Hallward se puso en pie y empezó a aplaudir.
Dorian Gray permaneció sentado, inmóvil, mirándola como quien está en
medio de un sueño. Lord Henry observaba a través de sus gemelos de ópera y
murmuraba: «¡Encantadora! ¡Encantadora!».
La escena era la entrada de la casa de los Capuleto, y Romeo, vestido de
peregrino, había entrado con Mercucio y sus compañeros. La banda, pues no
otra cosa era, hizo sonar un par de acordes y comenzó el baile. Entre la
multitud de actores torpes y pobremente vestidos, Sybil Vane se movía como
una criatura de un mundo mejor. Su cuerpo se mecía al bailar igual que una
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