Page 119 - El Terror de 1824
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EL  TERROR  DE  1824  115
    ciencia  feroz  ó  el  aplazamiento  de  su  ira.  La
    córnea  de  sus  ojos  era  amarilla,  como  suele
    verse  en  los  hombres  de  la  raza  etiópica,  y  su
    iris  negro  con  azulados  cambiantes.  Fijaba
    poco  la  vista,  y  rara  vez  miraba  directamente
    como  no  fuera  al  suelo.  Oreeríase  que  el  suelo
    era  un  espejo,  donde  aquellos  ojos  se  recrea-
        ban viendo  su  polvorosa  imagen.
      Levantóse  pesadamente,  y  dando  vueltas
    entre  las  manos  al  sombrero,  habló  así:
      — Y  sin  embargo,  Elena,  yo  la  adoro  á  us-
          ted... Usted  me  insulta,  y  yo  repito  que  la
    adoro  á  usted...  Cada  uno  segúa  su  natural;
    el  mío  es  requemarme  de  amor...  ¡Rayo!  si  us-
        ted me  quisiera,  aunque  no  fuese  sino  poqui-
    tín,  me  dejaría  gobernar  como  un  parro  falde-
        ro... Sería  usted  la  más  feliz  de  las  mujeres  y
    yo  el  más  feliz  de  los  hombres,  porque  la  quie-
       ro á  usted  más  que  á  mi  vida.
      Sus  palabras  veladas  y  huecas  parecían  sa-
       lir de  una  mazmorra.  Sin  embargo,  hubo  en
    el  tono  del  hombre  obscuro  una  inflexión  que
    casi,  casi  podría  creerse  sentimental;  pero  esto
    pasó,  fué  cosa  de  brevísimo  instante,  como  la
    rápida  y  apenas  pQrceptible  desafinación  de  un
    buen  instrumento  músico  en  buenas  manos.
    Elena  se  echó  á  llorar.
      — Ya  ve  usted  que  no  puede  ser, — balbució.
       — Ya  veo  que  no  puede  ser— añadió  Romo
    mirando  á  su  espejo,  es  decir,  á  los  ladrillos.
    —Puede  que  sea  un  bien  para  usted.  Mi  cora-
        zón es  demasiado  grande  y  negro...  Ama  de
    una  manera  particular...  tiene  esquinas  y  pi-
         lcos... de  modo  que  no  podrá  querer  sin  hacer
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