Page 142 - El Terror de 1824
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]38       B.  PÉREZ  G ALDOS
       nicos  de  carne  sus  diez  dedos  sucios,  negros,
       nudosos  y  con  las  yemas  amarillas  por  el  uso
       del  cigarro  de  papel.
         — ¿Y  para  qué  tiene  que  presentarse  mi  hija?
         — ¿Pues  qué?...  ¿No  le  dije  que  su  hija  tie-
         ne que  venir  también  á  la  cárcel?
         — Usted  no  me  ha  dicho  nada,  y  si  me  lo
       hubiera  dicho,  no  lo  habría  creído, — afirmó
       Cordero  sintiendo  que  su  corazón  se  oprimía.
         — Vea  usted  este  papel — dijo  el  funcionario
       mostrando  uu  volante. — Benigno  Cordero  y  su
       hija  Elena  Cordero.
         —  ¡Mi  hija! — exclamó  D.  Benigno,  lanzando
       un  gemido  de  dolor. — ¿Pues  qué  ha  hecho  mi
       hija?
         — ¡Eh!  que  suban  los  voluntarios.  Así  des-
                 pacharemos pronto.
         D.  Benigno  se  había  vuelto  idiota.  No  se
       movía.  Pipaón,  que  había  oído  algo  desde  la
       puerta,  se  acercó  diciendo:
         — Esto  ha  de  ser  alguna  equivocación  de  la
       Superintendencia.
         Al  verle,  los  de  policía  le  hicieron  una  reve-
             rencia, como  suele  usarlas  la  infame  adulación
       cuando  quiere  parecerse  á  la  cortesía.
         — ¿No  es  usted  el  que  le  llaman  Mala  Mos-
          ca? ¿No  me  debe  usted  su  destino? — preguntó
       Pipaón.
         —  Sí,  señor — repuso  el  infame,  mostrando
       tras  los  replegados  labios  una  dentadura  que
       parecía  un  muladar. — Soy  el  mismo  para  ser-
          vir al  Sr.  de  Pipaón.
         — A  ver  la  orden.
         Pipaón  leyó  á  punto  que  entraban  en  la  sa-
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